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a ciudad se rebeló en 1892 tras las múltiples gestiones políticas y eclesiásticas que querían trasladar a Logroño la silla episcopal de la diócesis.
Calahorra montó en cólera y amotinamiento el 7 de junio de 1892, cuando se cercioró de que su silla episcopal iba a ser trasladada a Logroño. Llovía sobre mojado. La firma del Concordato de 1851 entre Isabel II y Pío IX había sumergido a la diócesis calagurritana en la decadencia, muy lejos de su secular esplendor histórico.
El Concordato desgajaba el obispado calagurritano al crear la nueva diócesis en Vitoria y la desagregación de gran parte de su territorio y población, el que correspondía a las tres provincias vascas, que se materializó en 1862. La diócesis perdió 553 de sus 950 parroquias.
Por otra parte, el intento de traslación de la sede diocesana a la capital de la provincia también venía de atrás. El enfrentamiento entre ambas ciudades prendió en 1868, cuando la Junta Revolucionaria de Logroño decretó el cierre de los seminarios de Calahorra y Santo Domingo, pero no por anticlericalismo sino porque hacían competencia al seminario de Logroño. Durante décadas contó Calahorra con el apoyo de Haro y Santo Domingo frente a la tentación centralizadora de la capital, pero la paz no duró demasiado.
Teñido por el malestar social de fondo y por la penuria económica, el conflicto eclesiástico se transformó en otro territorial y político y, por último, de orden público.
Exacerbada por la Restauración y la connivencia política entre Sagasta y Cánovas, la ciudad de Calahorra inició el motín el 7 de junio de 1892 con el apedreamiento de las casas de los canónigos y con violentos ataques contra el gobernador civil, quien fue acorralado por la multitud. Tan grave fue que el representante del Gobierno se vio obligado a ceder su autoridad al gobernador militar, quien decretó el 'estado de sitio'. Pero ni por esas.
El vicario pone orden
Al final, tuvo que ser el vicario capitular quien dictara un bando pidiendo a los calagurritanos que se retirasen pacíficamente del cuartel, donde el gobernador se guarecía de la turba, con riesgo de su vida.
Los graves incidentes acaecidos paralizaron la traslación de la silla episcopal a Logroño, pero el castigo a la «insolencia» calagurritana fue ejemplar. Ni la Iglesia ni el poder civil designaron nuevo obispo. Tras la marcha del prelado Antonio María Cascajares en 1891, la diócesis permaneció sin «obispo propio» y regentada por administradores apostólicos.
La llegada a la entonces diócesis de Calahorra y La Calzada en 1921 de Fidel García, también como administrador apostólico -y el paso de los años- comenzó a desbloquear la situación, hasta que en 1927 García fue designado obispo «propio» de la diócesis.
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