CASA-PALACIO DE CANILLAS DE RÍO TUERTO
Palacio de los Manso de Zúñiga. La residencia de estudiantes de la Fundación San Millán ocupa una mansión restaurada hace quince años
A orillas del río Tuerto, en un valle sereno de fincas de cereal, pueblecitos y monasterios, Canillas ocupa un modesto lugar, al que se accede por un desvío en la carretera comarcal LR-206, que conduce de Azofra a Villar de Torre. En el centro del pueblo, al lado de la iglesia, hay una placita presidida por un palacete singular. Tiene un perfil falsamente guerrero, con esos torreoncitos cilíndrincos que flanquean su fachada, pero en sus anchos ventanales y en su fábrica de piedra y ladrillo late el deseo de vivir en paz y dedicarse más a las letras que a las armas.
El palacio de los Manso de Zúñiga agonizaba convertido en almacenes y dependencias municipales hasta que, en el año 2003, el Ayuntamiento cedió su uso a la Fundación San Millán para que lo restaurara y lo convirtiera en residencia de estudiantes. De los trabajos se encargó el estudio del arquitecto Jesús Marino Pascual, galardón de las Artes de La Rioja. No debió de ser un trabajo fácil. Hubo que añadirle una segunda planta –apenas visible desde la plaza– y reestructurar todas sus dependencias interiores, que circundan la gran escalera central. Una placa a la entrada del edificio conmemora su inauguración, el 9 de abril de 2007. Pronto hará quince años desde que entró en funcionamiento.
A la casa-palacio se accede por un portón enmarcado por un telón de piedra rematado por un escudo. Desde aquí no se alcanza a ver bien, pero se atisban unas cadenas y quizá unos arbolitos. Será –se supone– el emblema de la antigua familia propietaria, los condes de Hervías, una estirpe local de mucho ringorrango cuyo primer preboste fue Francisco Manso de Zúñiga y Solá (1587-1655), arzobispo de México y de Burgos y miembro del Consejo de Indias. Aquel ambiente solariego pervive en los muros de piedra de sillería, pero ya no hay aquí chimeneas ni cornamentas colgadas en la pared ni camas con dosel, si alguna vez las hubo.
En la planta baja, a la derecha, unas puertas de cristal con los emblemas de la Fundación San Millán franquean el paso al comedor. Ahora está vacío, aunque con las mesas y las sillas dispuestas acogedoramente, como esperando que pronto lleguen nuevos usuarios. Por los ventanales se cuela una luz cenicienta y triste, impropia de la primavera. Hace hoy un día desapacible, gris y húmedo, de cielos turbulentos, que parece teñirlo todo de una cierta melancolía poética. En la planta baja también está el salón de actos, solemne y al mismo tiempo acogedor, con los butacones alineados entre los muros de piedra.
La casa, como en muchos palacetes de la época, se distribuye en torno a la gran escalera central. En el primer piso están las salas de estudio y de conferencias y en el segundo piso –ese que creció durante la última restauración– se ubican las habitaciones. El palacete tiene capacidad para acoger a treinta alumnos, repartidos en diez habitaciones triples. Las sábanas llevan bordado el emblema de la Fundación San Millán. «Los alumnos se sorprenden cuando llegan aquí. Les gusta mucho. Echan a veces un poco en falta que no haya algún sitio en el pueblo para tomar algo, pero aprecian la tranquilidad y la convivencia entre ellos», señala Almudena Martínez, coordinadora general de la Fundación. Durante estos quince años, por aquí han pasado estudiantes de todo el mundo, dispuestos a participar en las actividades que organiza el Cilengua (Centro Internacional de Investigación de la Lengua Española). Aunque el año pasado se recuperó la presencialidad de los cursos, la persistencia de la pandemia aconsejó no mantener a los estudiantes alojados juntos en el propio palacio y se les buscó acomodo en otros lugares. Tal vez este año puedan ya recuperarse las estancias de los alumnos. Las habitaciones, en cualquier caso, les están esperando en perfecto orden de revista.
Desde el segundo piso se puede acceder a la azotea del palacio. Están cayendo cuatro gotas y los campos de cereal lucen un verde refulgente, como pintados por un niño de preescolar. Un tractor avanza perezosamente hacia Torrecilla sobre Alesanco. Uno se siente el señor del castillo cuando observa el horizonte apoyado en el torreoncito cilíndrico, pero es en todo caso un señor renacentista, más entregado al laúd y al soneto pastoril que a las lanzas y a los arcabuces.
El secreto de la casa-palacio de los Manso de Zúñiga se esconde en el subsuelo. Un pequeño calado, corto pero ancho, sostenido por cinco arcos fajones de ladrillo, acaba empotrándose en una pared de tierra rojiza, con los estratos definidos como en un libro de geología. Con la iglesia hemos topado. Si escarbáramos con paciencia y puntería, como en las películas de ladrones, apareceríamos en algún lugar del templo, quién sabe si justo al ladito de la pila bautismal, que es una pieza muy antigua.
La mansión de los condes de Hervías, en esta nueva vida, tiene todavía mucho que ofrecer. Volverán los estudiantes de todo el mundo a llenar sus salas, sus dormitorios, su patio exterior..., mientras bucean en las hermosas complejidades de la lengua.
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