CORREGIMIENTO DE SANTO DOMINGO

El lamento de piedra de los presos

Cárcel Real. El antiguo palacio del corregidor, del siglo XVIII, conserva las viejas celdas con inscripciones de los presos

Pio García Justo Rodríguez Pio García Justo Rodríguez

Tiene el edificio del Corregimiento de Santo Domingo un porte muy señorial, palaciego y altivo, con su elegante portal y esos tres balcones que se asoman a la plaza de la Paz. Uno se lo imagina como escenario de cortejos galantes o de conversaciones circunspectas entre señores con levita que fuman habanos en el salón. Sin embargo, cuando el visitante cruza el zaguán y se dirige hacia el patio, descubre cómo a su izquierda se abre un pasillo estrecho que conduce a un anillo de estancias oscuras, ventanucos enrejados y techos opresivos. Era la antigua cárcel real, que aun hoy –limpia y recién restaurada– impresiona.

Díaz Morrás ha documentado casos de presos que estuvieron más de 160 días metidos en estas mazmorras.

Los cronistas recorren la prisión con la guía de Francisco Javier Díez Morrás, doctor en Humanidades, que ha buceado en la historia de este edificio singular. En Santo Domingo de la Calzada, ciudad de realengo, vivía, mandaba e impartía justicia el corregidor, representante del monarca en un territorio amplio, que se extendía por varios muncipios. Antiguamente ocupaba un inmueble en la plaza de la catedral, en el lugar en el que hoy se alza la torre, hasta que en 1763 se construyó este palacio para albergar la nueva sede del Corregimiento. La vivienda del alto funcionario real se ubicaba en el piso superior, reconvertido hoy en sala de música. En la planta inferior, en torno al patio, malvivían los presos a la espera de que se cumplieran condena. «En esas épocas el sistema penal era diferente al que conocemos –advierte Díez Morrás–. Los reclusos no estaban mucho tiempo encarcelados, sino que permanecían aquí hasta que eran ejecutados o se les mandaba al ejército o a trabajos forzados». Aun así, Díaz Morrás ha documentado casos de presos que estuvieron más de 160 días metidos en estas mazmorras. La piedra desnuda, la limpieza y las luces indirectas le confieren hoy un aire casi confortable, pero cuesta poco imaginar el frío, la suciedad, los piojos y el hambre que tuvieron que sufrir los prisioneros que por aquí pasaron. Algunos de ellos decidieron grabar su nombre y hazañas en las paredes de la cárcel. En el patio se puede leer: «Cuatro mozos de Baños de Rio Tovia 08 años a las armas por pegarle al alcalde (sic)», fechada el 12 de septiembre de 1832; «Celestino Alarzia y Domingo Alonso. Semos de Grañón. Estamos (aquí) por onbres marranos (sic)». Por la época de la inscripición no parece que «marranos» haga referencia a los judíos conversos, lo que deja mucho espacio a la conjetura. ¿Tal vez fueron condenados por sodomía? ¿Quizá por violación? Hay mucha historia pequeña escondida en estas inscripciones. En una de las celdas aparece dibujada una custodia con las letras IHS (alusivas a Jesucristo). Díez Morrás aventura la hipótesis de que pudiera ser hecha por algún sacerdote encarcelado. En las viejas paredes de cal había muchas marcas de prisioneros de la Guerra Civil, pero desaparecieron con la restauración, al eliminar el enlucido y sacar la piedra original. La última inscripición datada está en el patio: «Julián Sáez. 10-5-1954». La historia de España y sus muchos bandazos aparecen reflejadas en las piedras de la cárcel real de Santo Domingo. Díez Morrás advierte de que aquí fueron a parar en 1793 varios vecinos de Alesanco que subieron a Torrecilla sobre Alesanco dando vivas a la Revolución Francesa. En 1822, en cambio, fueron guerrilleros absolutistas los que acabaron entre rejas por conspirar en contra de la Constitución de Cádiz.

Galería de imágenes

las diferentes estancias de la cárcel. A la izquierda, imagen del edificio desde los soportales del Ayuntamiento y del zaguán del Corregimiento.

Todas las estancias de la cárcel están comunicadas entre sí salvo una, que da a la plaza, considerada «de aislamiento». Un preso dejó grabado que venía «duLiege» (de Lieja) y otro que procedía de Corporales. Las vigas de madera del techo están reciamente unidas, sin dejar espacio para las bovedillas habituales de las casas antiguas, seguramente para evitar fugas. Los ventanucos enrejados permitían algo de ventilación, y en uno de ellos se aprecian un par de barrotes rotos, posiblemente serrados con propósitos de huida. La habitación de la letrina –una descarnada sede elevada, contectada con un desagüe– invita al desasosiego a nada que uno piense en las urgencias cotidianas de aquellos reclusos y en una atmósfera nauseabunda que debió ser permanente. La parte de abajo se completa con una sala para el depósito de cadáveres –con una camilla de piedra– y otra en la que se encuentra el pozo.

Solo había una salida al patio, sellada por una vigorosa puerta de madera, con una imponente cerradura. En los días claros, al menos podían echar la vista arriba y ver un pedazo de cielo azul.

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