Estación enológica de Haro
El edificio mantiene su estampa señorial, pero ha ido adaptándose a los avances científicos y a los intereses de los elaboradores
La estación enológica de Haro se tiende elegantemente al lado de la basílica de la Vega y de un edificio gigantesco de apartamentos, que parece haberse escapado de Benidorm. Al recinto, rodeado por un murete, se accede por una senda central, al fondo de la cual se ubica la antigua bodega. A la derecha quedan los laboratorios y a la izquierda, una noble mansión de piedra de tres pisos y dimensiones palaciegas construida para albergar a los primitivos trabajadores de la estación.
La estación, construida en 1892, no ha cambiado de piel, que sigue siendo pétrea y solemne, pero sí ha mudado con frecuencia de intestinos: ha tenido que ir adaptándose tanto a los avances científicos como a las peticiones de sus clientes. Cuando uno entra por la puerta principal, siente como si cruzara de pronto la línea que separa el siglo XIX del siglo XXI. Atrás quedan los años de la ‘belle époque’ jarrera, con las luz eléctrica, la estación del ferrocarril y las pujantes bodegas; en el interior espera el laboratorio de microbiología, renovado en 2019, con aparatos de última tecnología, algunos de los cuales (¿les suenan de algo las siglas PCR?) se han hecho muy populares en los últimos años. «Lo que hace la Enológica es adaptarse a los tiempos, intentando incluso ir un poco más allá para ofrecer un mejor servicio porque también somos administración», asegura la directora de la Estación Enológica, Elena Meléndez. Trece personas trabajan en sus instalaciones, a los que hay que sumar los becarios que llegan del máster o de los grados en viticultura. En los próximos años, gracias a las inversiones acordadas dentro del proyecto de Enorregión, el Gobierno riojano ya ha anunciado que destinará 3,6 millones de euros para ampliar equipamientos y capacidades.
La estación, construida en 1892, no ha cambiado de piel, que sigue siendo pétrea y solemne, pero sí ha mudado con frecuencia de intestinos
El actual laboratorio de microbiología ocupa desde 2019 el espacio en el que antes estaban las oficinas. Lo dirige un biólogo molecular, Óscar Hernández, natural de Cuba, que lleva diez años aplicando sus conocimientos al mundo del vino, pero también a otros elementos esenciales para la industria, como los corchos. En estos laboratorios buscan la exactitud, pero también la celeridad en lo obtención de resultados: «Cuanto más rápido mejor para que así los clientes puedan tomar decisiones si necesitan rectificar los vinos», explica Óscar.
Frente al laboratorio de microbiología se encuentra el área de control de calidad, que ocupa una sala más grande. Hace un día soleado y caluroso, incluso demasiado, y por el lucernario se cuela a chorros una luz natural que casi excusaría la presencia de bombillas. A la entrada, varias filas de botellas de diverso calibre esperan turno obedientemente. Algunas son panzudas, otras estilizadas y muchas llevan la etiqueta comercial. En el cristal han escrito el tipo de análisis que requieren. Cuando se destinan a la exportación, cada país exige sus propios requisitos y eso obliga a realizar diferentes pruebas según los lugares a los que vayan a viajar los vinos. En la Unión Europea piden unas cosas, en Brasil otras, en Japón otras muy distintas... El año pasado, la estación enológica analizó 24.871 muestras y realizó 259.455 determinaciones (de cada muestra se pueden solicitar análisis de diversas sustancias). «Y no todas vienen de La Rioja ni mucho menos -advierte la directora-. De hecho, en el año 2021, casi la mitad de los clientes de la enológica llegaron de otras provincias españolas».
En el laboratorio del control de calidad conviven aparatos de última generación, como los autoanalizadores enzimáticos, que parecen cofres traídos de la estación espacial internacional, con viejos utensilios que huelen a baño maría y a horno antiguo. En una habitación contigua, que no está separada del espacio central por paredes ni puertas, están sentados Ramón Ayala y Pedro Puras. Pedro Puras trata de explicar a los cronistas cómo funcionan dos ingenios de nombre apabullante (autoanalizadores de flujo continuo segmentado), que permiten detectar niveles de azúcares, de acidez volátil, de sulfuroso... Pero Pedro, que además es catador para el Consejo Regulador y respira amor por el vino, incide en otra tarea que asumen los técnicos de la Enológica y que va más allá de los análisis: una labor de asesoramiento que se completa con el análisis no ya del vino, sino de las uvas. «La cata de uvas es muy importante para prevenir los problemas que puedan darse», coinciden Puras y Elena Meléndez.
Situado frente al edificio de los laboratorios, con su continuo trasiego de analistas y de muestras, el antiguo caserón de los trabajadores está hoy casi vacío. Espera una nueva reforma, ya en proyecto. En una de sus vidas anteriores albergó un museo y todavía son visibles las rampas de acceso a los pisos y grandes salas diáfanas, luminosas. Se mantiene en perfecto estado un aula de catas dispuesta para su uso. La última joya de la Enológica -la joya que marca su propósito de adelantares a los tiempos- se guarda en una habitación situada en un extremo de este edificio. Tiene un cierto aire de sala hospitalaria de radiología, con una máquina guardada en un recinto cerrado y dos profesionales escrutando los resultados detrás de una mampara de cristal. Se trata de un equipo de resonancia magnética nuclear que, en lugar de revisar clavículas o vértebras lumbares, analiza tempranillos o garnachas. «Podemos extraer mucha información. Es como si consiguiéramos la huella dactilar de cada vino», señala Eva López Rituerto, responsable del área de Resonancia Magnética. Y esos datos, una vez que se contrastan con las nutridas bases estadísticas, proporcionan datos casi irrebatibles (el margen de error no llega al 1%) sobre si un vino pertenece o no a una denominación o si está elaborado a partir de tal o cual variedad de uva. Es la única máquina de este tipo que existe en España y ya ha ayudado a detectar fraudes y a garantizar la procedencia de vinos que se destinan a la exportación. «Hay grandes grupos en Alemania que solo compran vinos cuyo origen está caracterizado por esta técnica», advierte Eva López.
En este cruzar y descruzar la barrera del tiempo que propone la Estación Enológica, los visitantes acaban en la antigua bodega, cuya graciosa entrada de piedra conduce a las oficinas. Abajo se mantienen los calaos y el botellero. Todos los clientes que llevan a analizar un vino para exportación deben dejar dos muestras por si fuese necesario recurrir a ellas. Mientras los técnicos se afanan con el contenido de la primera botella, la segunda reposa durante seis meses en el cementerio. No solo hay vino, también bebidas espirituosas y licores, algunos de insólitos colores. «Nos hemos ido adaptando a las necesidades del momento, pero tenemos la misma vocación del servicio al sector», resume la directora, Elena Meléndez.
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