ESCOLAPIOS
El edificio de Fermín Álamo, inaugurado en 1929, mantiene su impronta original aunque el interior ha ido cambiando con los años
En el cruce entre las calles Doce Ligero y Escuelas Pías se alza –sólido, imperturbable– un edificio de líneas quebradas, que desprende un lejano aroma a castillo. En el frontispicio se adivina el escudo, con un doble medallón que se apoya sobre el viejo lema calasancio, «Piedad y letras». El vistoso cuerpo central, que se asoma a la plaza del Ayuntamiento, es solo el mascarón de proa de un inmueble imponente, que rodea un patio central con el suelo pintado de azul y naranja.
A estas horas –las diez y media de la mañana–, los chavalitos más pequeños están en la galería del piso inferior, esperando su turno para salir al recreo. La profesora les dice que hace mucho frío y que se tienen que abrochar las cremalleras hasta arriba. Los niños, arremolinados e inquietos, obedecen. Ya casi han desenfundado los bocadillos y tienen prisa por echar a correr. Aunque haga frío y tengan que llevar las cremalleras abrochadas hasta arriba.
Sobre los azulejos:
«Ya no encuentras materiales así. Pueden hacerlas igual, imitar el dibujo..., pero no durarán un siglo en perfecto estado»
Los pequeños –quizá tengan cinco o seis años– no se dan cuenta, pero están apoyados sobre unos azulejos históricos, testigos de generaciones y generaciones de alumnos. A este edificio, obra de Fermín Álamo, solo le faltan siete años para cumplir los cien. Mantiene su aspecto exterior y en buena medida conserva su traza original, aunque por dentro ha ido cambiando de piel. Ya no están las habitaciones de los alumnos internos ni los viejos columpios de hierro ni las ventanas de madera de la galería inferior. Pero sigue habiendo detalles que recuerdan la venerable y casi centenaria historia del colegio, como esos azulejos con figuras de animales que alegran los pasillos y circundan el comedor. A estas horas, el comedor está vacío, con las mesitas y las sillas apoyadas sobre el pavimiento original, cuyas baldosas se conservan admirablemente. «Ya no encuentras materiales así», reflexiona Laura García, directora del colegio. «Pueden hacerlas igual, imitar el dibujo..., pero no durarán un siglo en perfecto estado».
Frente al comedor, en las cocinas, Jalissa Chaij está removiendo una formidable olla de sopa minestrone. Huele que alimenta. «Hoy les toca sopa y pescado rebozado», informa con una sonrisa. Jalissa, natural de Argelia, jovial y expansiva, lleva más de veinte años cocinando para los alumnos del centro. «Este pescado sí que les gusta porque va rebozado y es blandito, pero tienen más reparos cuando les pongo atún con tomate. ¡Ya sabemos cómo son los niños!», exclama.
Entre la cocina y el comedor hay un vestíbulo con mucho tráfico infantil. A un lado está el patio, al otro el polideportivo y enfrente se sitúan unas escaleras anchas, de porte clásico, que suben a los pisos superiores. Algunas aulas esconden sorpresas inesperadas. Acompañados por la directora y por Marta Soto, del equipo de comunicación del centro, los periodistas irrumpen en la clase de Segundo A de la ESO. Los chavales se asombran, como es natural. Estaban dando inglés. El fotógrafo, con el parabién de la profesora, pide a los alumnos de las últimas filas que se levanten un momento para poder sacar imágenes de la pared trasera. No es una pared cualquiera. En el medio se abre un ventanuco cubierto por un teloncillo negro. Es un antiguo teatro de títeres, al que los marioneteros acceden por sendas aberturas en el muro, ocultas por cortinones.
Muchas de las clases se asoman a largas galerías rectilíneas que ofician de pasillo y cuyos ventanales dan al patio. Una neblina insidiosa hace que hoy entre por las cristaleras una luz tamizada, melancólica, pero en los días despejados el sol se cuela con entusiasmo. En el primer piso, la galería es un espacio de juegos infantiles. Hay motocicletas de juguete y un tobogán blandito, de goma, que solo se parece vagamente al tragantúa metálico que en este mismo lugar devoraba a los niños en los años setenta.
Es la hora del recreo y hay griterío, bullicio y risas en el patio. Han pasado casi cien años, pero eso tampoco cambia.
Las obras del colegio, realizadas según los planos de Fermín Álamo, duraron un año: la primera paletada de cemento se echó el 11 de julio de 1928 y el 1 de agosto de 1929 la comunidad escolapia se trasladó al nuevo edificio. En la actualidad, entre el trasiego continuo de alumnos y profesores, seis escolapios siguen residiendo en un ala del inmueble, acondicionada como un piso, con habitaciones, un salón biblioteca, un comedor y un pequeño oratorio. De los seis, tres están en activo y otros tres, jubilados. Entre ellos, Luis Jorcano, una institución escolapia, que nació al tiempo que se construía el colegio y que tampoco parece acusar el paso del tiempo.
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