PALACIO DE LA BARONESA (ARNEDO)

El capricho de la baronesa

Modernismo arnedano. En el centro de la ciudad del calzado, un edificio de 1901 recupera los aromas de la 'belle époque'

Pio García Justo Rodríguez Pio García Justo Rodríguez

En el centro de Arnedo, como un cofre dejado en herencia por alguna remota tía soltera y ricachona, sobrevive un palacete modernista que se alza en medio de un parque. Su antiguo jardín privado se ha convertido ahora en un paseo agradable, alfombrado de césped, con una fuente que se despliega en forma de estrella y un niño de bronce eternamente agachado y jugando a las canicas. A estas horas –son las once de la mañana– cae un sol despiadado y varios ciudadanos están tomando café o refrescos en las mesitas del bar, benéficamente situadas a la sombra de los árboles. A la derecha, lejos de su emplazamiento original, se conserva la vieja puerta de los jardines privados, un bello trabajo de forja, con otoñales hojas de hierro que se retuercen y parecen a punto de caer. Esa melancolía de octubre preside todo el edificio, aunque estemos en una feroz mañana de junio, luminosa y ardiente.

La Casa de la Baronesa fue, en efecto, propiedad de una baronesa. Es la suya una historia con muchos apellidos. Francisco Sáenz de Tejada y Mancebo, natural de Calahorra y senador de reino, se casó en Arnedo con María Blanca de Olózaga y Ruiz, nieta de Salustiano de Olózaga, historiador y político, que fue presidente del Gobierno en 1843 y se pasó media vida yendo y viniendo del exilio. Doña Blanca decidió construirse este palacete de estilo modernista en 1901, ocho años antes de que el rey Alfonso XIII decidiera nombrar a su marido barón de Benasque. Desde entonces, la mansión se convirtió en 'la casa de la baronesa'.

El palacio de la baronesa se ha convertido en casa de arte y sede de la escuela municipal de música, con casi 200 alumnos

Un flamear de banderas en su fachada (la de Arnedo, la de La Rioja y la de España) y un continuo entrar y salir de gente en mangas de camisa indica que en la mansión ya no hay baronesas con sombrillas de encaje merendando té con pastas, sino algún organismo oficial y un bar abierto en la planta baja. La entrada mantiene la apostura de sus años mozos, con un cuerpo central que avanza como dando un paso al frente para recibir al visitante. El edificio ha sido varias veces reformado y apenas conserva rasgos de su traza original, pero mantiene algunos detalles muy 'belle époque': el pavimento blanco con rombos negros de la entrada, las puertas de madera con celosía de forja, la escalera central. Un adorno selvático con bombillas en sus extremos, que recuerda remotamente a una planta carnívora, se convierte luego en una barandilla sujeta por filigranas de hierro. En la pared central, una hermosa vidriera original absorbe la luz de junio y la convierte en un haz de colores. No hay santos ni vírgenes en esta vidriera, sino flores azules y motivos heráldicos que se recortan sobre cristales verdes y rojos.

En esta nueva vida, el palacio de la baronesa se ha convertido en casa de arte y sede de la escuela municipal de música Agustín Ruiz, con casi 200 alumnos apuntados. También acoge algunos servicios administrativos, como el área de desarrollo local y empleo. Tanto el primer como el segundo piso está dividido en aulas. Hay nueve en funcionamiento. Cuando uno se asoma a las habitaciones, de tamaños diferentes, se topa con pianos, con baterías, con partituras, con pupitres escolares. En las paredes hay colgados dibujos infantiles con tambores, guitarras, trompetas y flautas sonrientes. En las salas más amplias afinan sus instrumentos la banda municipal de música y el orfeón Celso Díaz. Desde algunas ventanas se observa la venerable mole del castillo, restaurada minutos antes de fundirse con la montaña.

Galería de imágenes

Imagen del edificio, en el centro de Arnedo, desde uno de los accesos a la entrada principal

La sala principal, que durante unos años ofició como pequeño museo de la Celtiberia, es hoy un despacho oficial de empaque, dispuesto para las grandes ocasiones. Los ventanales se abren a los jardines, en la pared contraria están las fotografías de los alcaldes arnedanos de la democracia –solo falta el actual– y la estancia mantiene el artesonado original, un poco apabullante, con mucha filigrana de madera. Sobre un mueble noble, con remates dorados, la humilde estatuilla de un zapatero nos recuerda que, por mucha baronesa de Benasque que aquí viviese, estamos en Arnedo.

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