PALACIO EPISCOPAL DE CALAHORRA
Desde los años 80, los prelados de la diócesis no residen en su palacio, un solemne edificio junto a la catedral
Frente a la catedral de Calahorra se alza un edificio imponente, sobrio y majestuoso, con recios muros de piedra sillar y amplias balconadas que se asoman a la plaza del cardenal Cascajares. Antes de que las diócesis españolas quedaran más o menos ajustadas a la realidad provincial o incluso comarcal del país, el obispado de Calahorra y La Calzada era uno de los más extensos e importantes y sus dominios espirituales llegaban hasta las orillas del mar Cantábrico. El palacio episcopal se yergue en la vega del Cidacos y revela el carácter ilustre de su habitante. Construido en 1539 por el obispo Alonso de Castilla, fue reformado en el siglo XVIII por Juan Luelmo y Pinto, natural de Morales del Vino (Zamora) y obispo de Calahorra y La Calzada entre 1765 y 1784.
Si el exterior del palacio intimida al visitante por su monumentalidad, en el interior todo se vuelve frugal y adusto, casi conventual. Una hermosa colección de azulejos, gemela de la que puede verse en el Seminario de Logroño, alegra la grisura de los muros y va guiando al visitante que entra en el zaguán. La poderosa luz del mediodía se queda a las puertas de la casona, como frenada por algún centinela expeditivo, y el interior permanece siempre frío y en penumbra, algo que tiene que resultar muy agradable en verano pero incómodo en los meses helados. «El problema en todos estos edificios es la humedad», advierte Ignacio Melchor, párroco de la catedral, mientras los cronistas examinan el bonito pavimento ajedrezado del vestíbulo, cuyos baldosines sobrellevan heroicamente las filtraciones.
A la izquierda del zaguán se abre una estancia presidida por un mostrador de buen tamaño, dejado en herencia por la primera edición de la exposición La Rioja Tierra Abierta, que se celebró en Calahorra en el año 2000. Los retratos de los últimos obispos de la diócesis cuelgan de la pared opuesta y conducen a un despacho episcopal de parquedad franciscana. Bajo la imagen de un Cristo crucificado hay un escritorio de madera y algunos sillones. En él recibía alguna vez visitas el anterior obispo, Carlos Escribano.
«El problema en todos estos edificios es la humedad», advierte Ignacio Melchor, párroco de la catedral
Para acceder al piso principal hay que regresar al vestíbulo y subir por una escalera regia, que va siguiendo la línea de los azulejos. «Son peldaños de una pieza, de piedra arenisca gris de grano fino», valora Ángel Ortega, archivero de la catedral. El palacio episcopal no fue nunca exclusivamente la casa del obispo; también había oficinas, habitaciones para otros sacerdotes e incluso durante un tiempo acogió la escuela de las teresianas. Los pisos de arriba están hoy en desuso, pero el principal, cuya balconada se abre a la catedral, se mantiene limpio y bien cuidado y puede ser utilizado para recepciones o reuniones. Hay aquí algunas piezas sorprendentes. Ángel Ortega abre las portezuelas de un armario de madera que, en realidad, es un archivador. Los cajones llevan escritos nombres de lugares: Logroño, Bilvao (sic), Ondarroa, Náxera, Camero Nuebo (sic), Lequeitio... «Lo interesante no es solo el mueble, sino lo que refleja», advierte Ignacio Melchor. Lo que refleja es la importancia y la extensión geográfica que la antigua diócesis de Calahorra mantuvo hasta 1861, cuando de ella se desgajaron las provincias vascongadas. El obispo utilizaba el armario para guardar ordenadamente los papeles de cada territorio de su amplísima jurisdicción. Frente a él, un piano de mesa en magnífico estado conserva el sello de José Larru, importante luthier y afinador madrileño del siglo XIX.
En la sala de mayor prestancia, bajo las vigas de madera, hay algunos muebles con incrustaciones de nácar, al parecer traídos desde Francia. La luz entra a borbotones por los ventanales e impacta en el rostro de Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, retratado a lomos de su borrico. En la sala contigua, otro lienzo evoca la figura de Mateo Aguiriano, obispo de Calahorra, arrojado de su diócesis por las tropas napoleónicas y diputado en las Cortes de Cádiz, en donde falleció.
La visita concluye en la capilla, una modesta habitación con un altar y un retablillo. Al tiempo que los cronistas recorren las estancias, Ignacio y Ángel van apagando y encendiendo luces. «Vivir en una casa así es muy caro y muy incómodo», reflexiona Ignacio Melchor. El último obispo calagurritano que residió en su palacio fue Abilio del Campo y de la Bárcena, que sostuvo el báculo de la diócesis desde 1953 hasta su jubilación en 1976. La cátedra episcopal, cuyo supuesto traslado a la capital provincial encendió un motín en el año 1892, continúa en Calahorra, aunque los obispos lleven muchos años durmiendo en Logroño.
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